Abrí los ojos.
Estaba tumbado, boca arriba, mirando hacia un cielo gris.
Agudicé el oído, pero ni el más mínimo murmullo llegó hasta mí; como si los bomberos se hubieran marchado y los curiosos tuvieran algo mejor que hacer que estar pendientes de mí.
Una sensación muy extraña me envolvió cuando las yemas de mis dedos rozaron el terreno sobre el que estaba extrañamente relajado.
Arena.
Poco a poco, sin pensar que pudiera rotar la cabeza con facilidad, la giré hacia la derecha y vi la orilla del mar. El agua avanza y se alejaba muy despacio, pero no era capaz de oír el ruido de las olas.
Volví a mi posición inicial y, esta vez, giré la cabeza hacia la izquierda. Me encontraba en una especie de cala, desierta, y lo curioso era que ya había estado antes allí.
Era verano; el verano que conocí a Miguel.
Me incorporé, aun suponiendo que aquello no era real; quizá mi subconsciente me estaba regalando un recuerdo feliz antes del final. Sentí la arena colarse entre los dedos de mis pies y aguardé unos segundos mientras buscaba mantener el equilibrio. Estaba, pero no estaba ahí.
Un trueno se oyó no muy lejos y, al mismo tiempo, la voz que nunca pensé volver a escuchar me erizó el vello de los brazos.
«Va a caer una buena».
Le sacaba unos cuantos centímetros, tenía el pelo oscuro y se notaba que iba al gimnasio. Me hizo una señal para que me acercara; el silencio era tal que su voz lo envolvió todo.
Empezó a caer agua del cielo. La lluvia humedeció la arena a los pocos segundos y sentí la mano de Miguel tirando de mí. Lo seguí hasta una cabaña de madera a pie de playa y ambos nos quedamos en el porche, con el pelo mojado; mi mano aún seguía entrelazada con la suya.
«Ojalá pudiéramos estar así siempre», me dijo y sonrió.
Su sonrisa era mi debilidad y, por un momento, recordé los buenos tiempos en los que todo iba bien.
«Si no hubiera pasado lo que tú y yo sabemos, quizá ahora seguiríamos juntos», me atreví a decir, aunque suponía que Miguel no estaba realmente allí.
Lo vi venir, pero lo echaba demasiado de menos como para apartarlo.
Me atrajo hacia él y me besó.
Sus labios sabían a menta. No quería que aquello terminara. Buscaba volver a ser feliz y quería serlo con él, no con nadie más.
El éxtasis duró poco.
«Daría lo que fuera por estar así para siempre», logré decir.
«Es lo que más me gustaría, pero tienes que despertar», respondió él dándome un último beso y separándose de mí. «Despierta y búscame».
Un rayo cayó muy cerca de la orilla y, por alguna razón, me atravesó el tímpano.
Grité de dolor, llevándome las manos a la cabeza.
«¡Lo perdemos!». Una voz desconocida cruzó el espacio y Miguel desapareció de mi campo de visión.
«¡Una vez más!».
Silencio.
Luz.
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