Las puertas automáticas se quedaron atascadas durante unos pocos segundos, lo que me permitió observar la calle al otro lado.
Habían pasado varias semanas desde que intenté quitarme la vida; Ana, la persona que había subido hasta la cornisa para evitar que saltara había ido a verme varias veces. Se sentía culpable por no haber podido ayudarme en aquel momento, aunque estaba aliviada por saber que había sobrevivido a la caída.
Me sentía agotado; allí, metido en la cama, el sueño me invadía y no podía evitar volver a ver a Miguel. Él me observaba, sonriente, y todo era calma, como si hubiéramos vuelto a aquella playa de hace unos años y tan solo el sonido de las olas tuviera mayor protagonismo que nuestra propia presencia allí.
Alguien pasó a mi lado y las puertas se abrieron del todo. Salí de mi ensimismamiento y avancé unos pocos metros. Aún no estaba del todo recuperado; la caída había sido importante y debería guardar reposo mucho más tiempo, aunque fuera en mi propio piso.
Ana me esperaba y la saludé con la cabeza y media sonrisa. Aún tenía algo que hacer, algo que llevaba retrasando desde que terminó todo.
No había una tumba como tal. La familia de Miguel había preferido echar sus cenizas al mar, pero pidieron permiso al ayuntamiento para colocar una placa en el parque de su barrio; una manera de poder estar cerca de él. Yo di gracias por ello, ya que aún tenía la esperanza de disculparme por la discusión que habíamos tenido horas antes de que la muerte se lo llevara.
Era una plazoleta rodeada de árboles y bancos, con una fuente en el medio. En uno de ellos habían colocado la placa.
—Ya ni recuerdo por qué discutíamos; lo he borrado de mi mente— susurré mientras me sentaba y acariciaba las letras doradas. —Seguro que había sido una tontería, como muchas otras veces—.
Miré a mi alrededor, con la vana ilusión de volver a verlo, como hacía semanas en el hospital, pero allí no había nadie. Un par de lágrimas recorrieron mis mejillas; me costaba respirar. Ana me observaba a lo lejos, pendiente de que hiciera alguna señal de auxilio para sacarme de allí.
—Entonces, esto es una despedida —dije, suspirando y mirando por última vez a mi alrededor.
Me incorporé con dificultad, traté de grabar aquel lugar en mi mente, sin la tentativa de tener una foto en el móvil, y luego avancé en la dirección opuesta, con la cabeza gacha.
Ya había abandonado la plazoleta cuando una bocanada me atravesó. Volví la vista atrás y entonces lo vi. Con la misma ropa de aquel día, el mismo peinado y la misma sonrisa.
«Estaremos siempre juntos, pase lo que pase».
Sentí como aquellas palabras viajaban por el aire hasta mí.
Cerré los ojos.
Sonreí.
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