¿Y si algo no fuera real?

por | Sep 27, 2023 | Relatos

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Después de varias semanas ausente, y tras todo lo que me había pasado, traté de calmar a mi madre y fui a buscar la ayuda de un profesional.

El psicólogo me miró, impaciente. Me hubiera gustado saber qué le dijo mamá cuando le llamó con tanta urgencia; seguro que tergiversó mi versión y me trató de loco. Pero ¿he perdido, de verdad, el juicio?

Todo empezó durante mi viaje por Asturias; una primera vez por aquella tierra cuyos paisajes tenían fama de espectaculares. Me movía de noche, para ahorrar tiempo; un truco que había aprendido con el paso de los años, aunque quizá fue mi perdición. Una luz me cegó y perdí la consciencia.

Cuando desperté me encontraba tendido en una cama de hospital (o eso intuí); un sonido atronador me había sacado del sueño eterno, pero fue inigualable al dolor de cabeza que lo siguió. Me hice un autorreconocimiento para comprobar que no tenía nada roto y me incorporé, mientras buscaba mis pertenencias con la mirada.

Una niña, de no más de siete u ocho años, vestida con una bata blanca que le quedaba grande, entró en la habitación. Llevaba un estetoscopio al cuello (una versión tan pequeña, que pensé que era de juguete) y un boli con varios colores. Deduje que sería alguna otra paciente o la hija de algún empleado.

—Bueno, ya se puede ir —me dijo muy seria, como si realmente fuese la doctora encargada de dictar mi diagnóstico.

—¿Qué no me ha pasado? —articulé sin darme cuenta. ¿En serio había dicho aquello?

—Veamos… —comenzó a decir, mientras revisaba una ficha colgada al borde de mi cama. Un nuevo estruendo se oyó fuera y la niña alzó la cabeza, con mucha calma. —Por lo que veo no se ha muerto, ni ha perdido extremidades, ni… —y así estuvo un buen rato enumerando decenas de cosas que no necesitaba saber.

Me sentía bien, así que decidí salir de allí sin plantearme por qué no había venido ningún adulto a atenderme.

Había aparecido en una localidad costera, con su playa, su puerto pesquero, su iglesia junto al mar, sus casitas de pueblo con no más de dos o tres pisos y el sonido de las olas envolviéndolo todo. Decidí buscar mi coche; la inoperancia en el centro de salud no fue de gran ayuda y quizá la policía tuviera constancia sobre lo que me había pasado.

De nuevo, aquel estruendo me sobrecogió. Sonaba como a tormenta, pero el cielo estaba totalmente despejado y ni siquiera la nube más lejana habría podido producir un sonido tan estridente.

—Menuda está a punto de subir —soltó una señora mientras sacaba un paraguas de lo más extraño. Se abría al revés y uno debía introducir los pies en dos agujeros que daban paso a unas botas de agua. —Si no se pone a cubierto acabará empapado.

Al principio, después de dar por hecho que esa mujer no estaba bien de la cabeza, continué con mi ruta en busca de una comisaría o un cuartel de la Guardia Civil, pero, cuando comencé a notar cómo la humedad cubría mis zapatos y, a los pocos minutos, los vaqueros, me llevé un sobresalto, horrorizado, viendo el agua brotar del suelo hacia el cielo, como si lloviera al revés. Un montón de paraguas se desplegaron al momento y los transeúntes se los calzaban como si tal cosa.

Decidí buscar refugio dentro de la iglesia hasta que se calmara el temporal. Desde un mar convulso, una espesa cortina de agua ascendía sin control hacia el cielo despejado.

El templo estaba atestado. Hombres, mujeres, niños, niñas, perros, gatos, pájaros… y ni me alcanzó la vista para ver todo lo que había allí montado.

—¡Ah! ¡Bienvenido, bienvenida! Sí, sí, es por aquí. Me alegro de verte. Sí, sí, déjale que arañe lo que quiera. Claro, claro, es muy normal —. La mujer iba y venía entre la gente, vestida con una túnica azul celeste y un alzacuellos amarillo. Percatándose de mi presencia se acercó corriendo, mientras algunos perros ladraban a su paso.

—¡Ay! Eres nuevo, ¿verdad? —sus ojos brillaron en cuanto asentí. —Lo mejor que debe hacer uno es preocuparse, así que, mientras dure la lluvia, agóbiate, ya que aquí no encontrarás tranquilidad. Busca la forma de irte lo antes posible, cariño. ¡Ah! Me alegro de verte. ¡Espero que no vuelvas nunca! —me gritó mientras se alejaba y casi choca con unos niños que corrían entre los bancos acolchados con unos cojines púrpuras.

«¿Qué mierda me habrán dado en el hospital?», fue lo primero que pensé. «O he caído en un pueblo de locos o debo estar muy drogado», me dije, aplicando la lógica más científica que se me ocurrió.

Cuando la lluvia comenzó a amainar, decidí continuar la búsqueda del coche. Por suerte, di con las dependencias de la Guardia Civil y fui derecho hacia ellas, ya con temor a que sucediera algo aún más inesperado.

—¡Oiga! —Un hombre de uniforme salió corriendo mientras otro, con pinta más sospechosa, lo adelantaba por detrás. —¡Ni se le ocurra detenerle! Ese delincuente ha cometido una infracción y no debe pagar por lo que no ha perpetrado todavía —. Aquella contradicción me descolocó y no supe bien qué hacer.

Mientras el agente cogía aire, observé como el «perseguido» se alejaba y entraba en el bar de la esquina.

—¿Qué se le ofrece? —me preguntó con desconfianza.

—Pues… no estoy buscando mi coche, que no se ha perdido, y sé que no he tenido un accidente y que la lluvia va de abajo arriba y que es mejor preocuparse y no buscar soluciones —me salió así, sin dudar.

—Usted llegará lejos —respondió con admiración.

Cuando recuperé el coche tuve que dar marcha atrás durante varios kilómetros hasta que encontré un desvío extraño, que obligaba a ir hacia adelante.

—Y, dígame —me cortó la niña de la bata blanca— ¿usted aún cree que esto es real?

Sin saber ya donde estaba, respondí:

—¿Y qué lo es?

Escrito por Jorge

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