No recuerdo bien lo que ocurrió. Sé que estaba caminando por la acera, en el centro de Barcelona y, de repente, me desplomé.
Escuché gritos, como si alguien intentara reanimarme, pero mi cuerpo había entrado en estado vegetal. No sentía nada, tan solo el efecto de que me están moviendo, pero sin llegar a percibirlo en mis entrañas.
Todo se volvió oscuro; perdí la noción del tiempo y la vista se me nubló.
Abrí los ojos. El suelo estaba húmedo. Una luz muy suave me advirtió de que había recuperado la visión, pero que tampoco había nada de interés allí. No sentía nada, ni dolor ni gozo. Nada.
Una voz me sobresaltó.
«No puedes verme, pero yo a ti sí. Soy tu pasado, tu presente y tu futuro. Soy el creador de todo y también tu gran perdición. Estoy cansado, estoy agotada, no puedo más y deseo irme lejos para empezar de cero. Te he elegido a ti entre los millones de mis hijos e hijas porque tienes algo, algo ahí dentro que ni siquiera yo sé explicar. Sé que tomarás la decisión correcta. Mi poder es ahora tuyo. Un poder infinito, con el que tendrás la capacidad de hacer grandes cosas o destruirlo todo chasqueando los dedos. Lo dejo en tus manos. Todo el conocimiento de la eternidad ya está dentro de ti. Adiós».
El SAMUR ya me estaba llevando hacia la ambulancia cuando abrí los ojos de golpe e inhalé tanto aire por la boca que casi me ahogo. Había vuelto a nacer, pero ya no era el mismo de antes. Algo había cambiado dentro de mí y podía sentir lo que era.
Una responsabilidad. Un poder para decidir si arreglar las cosas o acabar con ellas.
Lo tenía claro y a la gente no le iba a gustar.
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