Abrí los ojos.
El sonido del despertador me atravesó la cabeza.
Habían pasado ya dos días desde que perdiera el conocimiento en plena calle.
Mi familia no sabía nada. No se lo había contado a nadie y algo dentro de mí se revolvía.
Ahora, cada vez que salía, cada gesto, cada respiración, cada ruido, cada mirada… todo se procesaba en mi cerebro de otra manera; más racional; más real.
¿Qué estaba sintiendo realmente? ¿Estaba viendo el mundo tal y como era?
Aún recordaba ese momento, en aquella oscuridad: «la eternidad es tuya; úsala como quieras». ¿Me estaba volviendo loco?
Los del SAMUR me habían llevado al hospital y un psiquiatra estuvo hablando conmigo durante un buen rato. Le conté lo que había visto, pero lo atribuyó a una fantasía de mi cabeza; quizá por aquello que habría provocado el desmayo. Aún estaban pendientes mis análisis para verificar si en verdad había consumido algo que pudiera justificarles que todo había sido producto de un colocón.
Por mi mente solo se cruzaba la necesidad de probar lo que aquella voz me había dicho: arreglar o destruir.
Salí de casa después de despejarme un poco. Había dormido mal y tenía pensamientos encontrados.
Arreglar o destruir.
Arreglar o destruir.
Arreglar o destruir.
Qué simples estas dos palabras, pero qué importantes al mismo tiempo.
«Céntrate», me dije. «Prueba algo simple».
Arreglar: ¿el hambre en el mundo? ¿el fin de las guerras? ¿estabilidad económica? ¿salud mental? ¿qué una botella de aceite no cueste un doblón de oro?
Destruir: Todo. Absolutamente todo.
Salí a la calle. Hacía sol. El cielo de Barcelona estaba despejado, aunque, por primera vez, sentí algo diferente. El aire más cargado, como si mis pulmones quisieran decirme directamente que la contaminación no era buena para ellos. Cómo aquellas partículas entraban dentro de mí y me producían una tos irrefrenable.
Me aclaré la garganta y, por un momento, pensé en la lluvia; en cómo sería Barcelona cubierta de nubes oscuras, negras y llenas de agua.
Detuve mis pasos. Sentí humedad. Al principio bastante sutil, pero que fue incrementándose a medida que unas pocas gotas caían sobre mí. Alcé la vista. Una lejana masa de nubes, negras como la noche, avanzaban desde el mar, contra todo pronóstico y ya alguna se había asentado sobre la ciudad.
Llovió durante días, días que se convirtieron en semanas. Un mes sin parar de llover; día y noche, ininterrumpido. No había explicación científica, ni tanta agua. Muchos lo atribuyeron al cambio climático; otros, en cambio, a algo más… divino.
Yo ya estaba casi seguro de qué lo había provocado.
Arreglar o destruir.
Arreglar la sequía en Cataluña o inundar el metro.
Ganó la coherencia.
Al día siguiente, los servicios de emergencia acordonaban cada uno de los accesos subterráneos. Toda la red había quedado inaccesible por el agua.
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