Había una vez, en una época oscura y no muy lejana, una tierra gobernada por seis tribus que se vio envuelta en un conflicto para alcanzar la supremacía de todo el territorio. Los jefes de todas ellas alzaron sus armas en señal de lucha y, durante varios meses, las fronteras de cada uno eran invadidas por el de al lado. Se forjaban alianzas perecederas; la pérdida de vidas humanas era cada vez mayor; la pobreza y la miseria general comenzó a envolverlo todo como un velo grisáceo que alguien hubiese colocado sobre los valles y los ríos.
Un día, el más sensato de todos los líderes, señor de un gran castillo, hizo llamar al resto para discutir acerca de una solución pacífica y sin derramamiento de sangre. Los seis discutieron días y días sin llegar a nada en claro, hasta que, una noche, a la luz de la luna llena, la mente de uno de ellos se iluminó de forma inesperada.
No muy lejos de allí, justo en medio de los seis territorios, un bosque muy frondoso se erigía silenciosamente sin que ninguno de los pueblos le prestara la mayor atención. Justo en las profundidades de este, cinco musas aguardaban a que alguien apareciera para pedirles consejo.
Los señores estuvieron de acuerdo: resolverían el conflicto según lo que aquellos seres establecieran. Así, el dueño del castillo envió a la mayor de sus hijas al frondoso bosque donde, según contaban las leyendas, tan solo las mujeres podían acceder a él. La chica galopó sin descanso a través de las extensas llanuras, cruzó viejos puentes de piedra y, casi al anochecer, alcanzó las lindes del lugar. Un gran arco daba la bienvenida a los viajeros y un sendero de adoquines blancos discurría entre los árboles marcando el camino. La mujer dejó su corcel atado a uno de los troncos junto al pórtico y avanzó a pie mientras el soplar del viento movía las ramas, generando así un sonido estremecedor. El trayecto duró casi una hora hasta que consiguió, por fin, alcanzar el único claro sin árboles ni maleza. Cinco pedestales con cinco estatuillas dibujaban una especie de círculo al que la mujer, según pudo interpretar, debía de entrar para formular su pregunta; y así lo hizo.
Las voces de las musas resonaron en su cabeza. La chica ni siquiera tuvo que hablar pues ellas sabían exactamente por qué estaba allí.
Todas pronunciaron al unísono las mismas palabras pues coincidían en una única solución posible. La muchacha bajó la cabeza algo descolocada y desanduvo el camino hasta conseguir salir del bosque y volver al castillo.
Al llegar, su padre la recibió satisfecho y esperó a que su hija le explicara la solución al problema. Esta se la susurró al oído mientras los demás se mantenían expectantes.
Ya era media noche cuando los vi llegar desde la ventana de mi habitación. Los señores de la guerra avanzaban a buen paso hasta el castillo de mi padre tras varias jornadas de una lucha inútil que no había beneficiado a ninguno de ellos. Desde hacía años, la relación entre los seis reinos se había mantenido más o menos serena hasta que los hijos sucedieron a sus progenitores y la tensión comenzó a ser latente. Mi padre aún se sentía con fuerzas para gobernar y decidió reunir en palacio a los jóvenes guerreros y proponerles dialogar en vez de seguir luchando. Estos accedieron a regañadientes y optaron por seguir sus consejos antes de continuar con sus peleas de niños pequeños.
Durante varios días, los seis estuvieron encerrados en el gran salón del castillo y se podían escuchar los gritos y las voces de todos y cada uno de ellos tratando de tomar la palabra y expresar por qué no debían dejar de combatir. A veces me venía a la mente darles un sopapo a todos y bajarle los humos al instante, pero sabía que mi padre no lo aprobaría y sus planes para una paz duradera ser verían trastocados al instante.
Una noche, mientras la luna brillaba en el firmamento, él entró en mi habitación y me despertó casi al unísono. La idea de acudir al bosque de las musas era algo alocado, pero podía llegar a funcionar. Cuando era pequeña, mi madre siempre me contaba historias acerca de toda la magia que envolvía el lugar y la sabiduría que aquellos seres compartían. Sin pensármelo mucho, fui a las caballerizas, cogí a mi mejor corcel y salí del palacio con la idea en la cabeza de conseguir resolver el conflicto por mi misma. Atravesé los angostos caminos llenos de tierra y crucé los puentes de piedra construidos en tiempos de paz.
Casi un día y medio después alcancé las lindes del frondoso bosque. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando un extraño aire, proveniente de lo más profundo del lugar, hizo relinchar a mi caballo durante unos segundos. Avancé cauta a través de un caminillo adornado con adoquines blancos mientras mantenía todos mis sentidos activos. Al final, un claro en medio de aquella selva se abrió ante mis ojos y me hizo respirar con normalidad. La luz iluminaba las cinco estatuas de las musas formando un círculo perfecto. Avancé hasta su centro y esperé.
Su voz resonó en mi cabeza y las palabras con la solución fueron pronunciadas con suma claridad para que pudiese entenderlas sin dificultad.
Salí de allí a toda prisa, alcancé a mi caballo y galopé sin descanso de vuelta al castillo. Mi padre me recibió, expectante por saber qué me habían dicho aquellos extraños seres. Me acerqué hasta él, coloqué mis labios junto a sus oídos y, sin que se diese ni cuenta, clavé mi puñal en su torso sin darle siquiera tiempo a reaccionar.
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