Una capa grisácea cubría el firmamento y casi nadie transitaba por las frías calles de la capital. Un pequeño murmullo atravesaba el viento mientras los lejanos sonidos que el resurgir del trafico, casi inexistente pero apreciable, acompasaban con la música que la naturaleza aún otorgaba a las grandes aglomeraciones metropolitanas.
Entre aquella jungla de edificios que bien podría describirse como un laberinto creado a mala conciencia por hombres y mujeres para la sociedad actual, el leve golpeteo de unos zapatitos peculiares colmó de luz aquel silencio sepulcral. Una mujer elegante, vestida con un traje de seda azul y el pelo recogido en un moño miraba a su alrededor continuamente, como si esperaba cruzarse con algún desconocido que llamase su atención.
De repente, alguien alzó la mano y, al instante, un autobús medio vacío se detuvo y abrió sus puertas para dar acceso a los que quisieran iniciar su último viaje.
Eleanor dudó un segundo, apoyó un pie ante la puerta del vehículo y subió mientras echaba un último vistazo al exterior, lleno de murmullos y sonidos extraños.
Es la última parada señorita, dijo el conductor, creyendo que la mujer se había confundido de estación.
Eleanor asintió pero no dijo nada y extendió la mano para dar al hombre las últimas monedas que tenía ahorradas y así saldar su deuda.
Eligió un asiento al azar y se acomodó; escrutó la oscuridad de la calle sin dejar de escuchar las voces del viento golpeando las ventanas sin ton ni son.
Solo faltaban unos metros para que la corta distancia, que había decidido no hacer a pie, llegase a su fin. Agarró su bolso con fuerza y de él sobresalieron pequeños documentos que en seguida volvieron a sumergirse en el interior. El corazón le latía con fuerza y un ligero temblor incomodó al hombre sentado cerca de ella.
Cuando el autobús arribó a la última parada, los pocos pasajeros que aún quedaban allí lo abandonaron sin demora, pero ella permaneció quieta y tensa, mirando el horizonte infinito que su propia mente había generado; sin barreras, sin pensamientos, sin nada.
Lentamente, Eleanor hizo ademán de levantarse mientras miraba hacia la calle, vacía; los susurros eran más intensos que antes, la oscuridad se arremolinaba sobre todo aquel que aún se atrevía a introducirse en el laberinto maldito.
Cuando por fin decidió salir del vehículo, comprendió que aquel había sido su último viaje, uno de muchos, aunque aún quedaba el más largo y más emocionante.
Unos segundos después de atravesar las puertas, la mujer de vestido de seda y pelo recogido perdió equilibrio y, al instante, se desplomó. Y mientras la vida la abandonaba por momentos y la oscuridad la envolvía como una ola en un océano sin fin, su mente corría libre; libre de asperezas y malos pensamientos; libre porque todo había terminado y solo un hecho era posible ahora. La calma y la paz de la muerte la hicieron mirar hacia el mundo, el cual no había conseguido arreglar, y tal vez… solo tal vez, la gran revolución que se esperaba daría comienzo.
Si bien su cuerpo fuera encontrado al día siguiente, nada se supo del autobús o del bolso lleno de documentos que había quedado «olvidado» sobre sus fríos asientos.
Todos, en la Tierra, lloraron su muerte y los grandes gobiernos de las naciones se alzaron al unísono y observaron dubitativos lo que en breve estaría por suceder.
Era el momento del cambio, aquel que colmaría de vergüenza a los gobernantes y revolucionaría a los habitantes de este lugar llamado… Mundo.
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